domingo, 2 de diciembre de 2012

La metrópolis personal

Desperté, pero realmente no dormía.
Uno de mis ojos tuvo el coraje suficiente para salir del cascarón e impactar contra la cegadora luz verde que mi reloj digital irradiaba sin delicadeza alguna, casi con enfadado, desde la mesita de noche. Podía tener razones para estar enfadado. Justo a su lado ya estaba preparada la cajita dentro de la cual, en unas pocas horas, viajaría conmigo camino de un nuevo y desconocido emplazamiento...
Conseguí ver que eran las tres menos cuarto de la madrugada. A esas horas mis esfuerzos por dormir tan sólo se habían traducido en una cama totalmente deshecha. Las sábanas se estaban empezando a pegar a mi cuerpo, tenía calor, mi piel sudaba y creo que la temperatura era lo que menos tenía que ver con ello.
Mi cuerpo estaba tenso. Mi estómago estiraba sin compasión un nudo que él mismo se había hecho sin yo tocar nada; como los nudos de los auriculares al sacarlos del bolsillo del pantalón.
Ocurría que una intensa mezcla de sensaciones recorría mi cuerpo. Podía notar sus vibraciones dentro de mi pecho. Eran como pequeñas descargas que no ocupaban un lugar concreto pero que se expandían por todo mi tren superior, orbitando instantáneamente alrededor de mi corazón y consiguiendo de esta manera alterar su habitual tranquilo ritmo nocturno. Esas infinitésimas descargas yo sabía perfectamente que provenían de un sitio muy ligado a mis sentimientos personales.
La tensión, la presión y el miedo se apoderaron de mí. Y entonces rompí a llorar.
En poco más de cinco horas, y siendo consciente de no haber descansado lo suficiente, me encontraría a los mandos de un volante; jugándome el tercer intento de aprobar el examen práctico de conducir que, si suspendía, me obligaría a la renovación de los papeles de la autoescuela. Después, tras este examen, mi vida cambiaría radicalmente su curso. Inmediatamente después de realizarlo partiría rumbo a otra ciudad para quedarme a vivir allí, para empezar de cero y por cuenta propia una nueva e incierta etapa de mi vida.
Atrás dejaría para siempre dieciocho años viviendo en mi querida ciudad natal. Atrás quedarían miles de rincones que guardan millones de momentos, desde la infancia hasta la edad adulta. Atrás quedarían mis padres, atrás quedarían mis amigos de siempre, atrás quedaría mi amada novia y primera persona con la que compartía mi vida. Atrás dejaría esa ciudad por la que tanto me gustaba pasear junto a ella. Y atrás quedaría por supuesto mi casa, mi salón, mi cocina y la habitación en la que había crecido. En definitiva, atrás quedaría mi vida. Y por eso lloraba.
Lloraba como hacía muchos años que no lo hacía y como según los cánones no debía llorar alguien mayor de edad por mucho que acabara de cumplir los dieciocho años hacía unos escasos cuatro meses.
En ese momento me acordé de mi padre. Él siempre me había hablado de la mili, de cómo se habían hecho unos hombres entre disciplinadas actividades, arrestos o duros días de gélidos inviernos. Seguramente él habría sido más fuerte que yo y lo habría soportado todo de otra manera. Igual en ese momento envidié su fortaleza. Pero sabía desde hacía mucho tiempo que yo era muy  diferente a él en ciertos aspectos y en esas circunstancias las diferencias se hacían aún más notables. Había un flan, recién sacado de su molde, que temblaba vertiginosamente en mi interior.
El futuro se mostraba tras una densa neblina, después de la cual se intuía una desacogedora residencia de estudiantes completamente desconocida que me esperaba con una habitación de apenas quince metros cuadrados en la que debería sacar una carrera por la que, eso sí, creía que merecía la pena luchar. Pero una imponente carrera al fin y al cabo, totalmente distinta de lo que hasta ahora había vivido en el colegio. Una carrera impartida en una más que vieja facultad, llena en un principio de compañeros anónimos, y situada en una ciudad bastante más grande, más autómata. Distinta. Seguramente muy muy distinta.
Al menos las lágrimas cumplieron la función para las que Alguien quiso crearlas. Puede que esa glándula que llaman lacrimal se comporte muchas veces como el desagüe de una bañera en la que nos duchamos dejando el tapón puesto. En el momento en que quitamos el tapón, todo el agua sucia que se ha acumulado escapa rápidamente por el sumidero, quedando sobre la pila exactamente el mismo cuerpo que había antes de ducharnos. Pero tras ello nos sentimos diferentes, renovados, revitalizados. De vez en cuando, no es malo que lavemos de esta forma nuestra alma cuando esta se ha impregnado de energías que nos están abrumando.Y en esa purificación me encontraba yo aquel día. Noté cómo poco a poco esas lágrimas que escapaban entre sollozos iban arrastrando las impurezas internas que alborotaban mi autoestima. Aquellas gotas que ya empapaban mi almohada contenían una gran cantidad de perturbadora energía interior que, claramente, me hacía sentir mejor a medida que salía.
Después, poco a poco el atronador ruido de la locomotora del tren del pánico se perdió en la lejanía y mis ojos se cerraron. Me encomendé, sin saberlo aquella noche, a la aventura más disparatada que jamás habría podido imaginar.

Hoy, han pasado más de seis años desde aquel momento. Reconozco que todo comienzo o cambio en una persona viene acompañado de incertidumbre, una sensación que a menudo confundimos con el miedo. Sinceramente, pienso que miedo e incertidumbre son dos cosas parecidas pero con matices distintos. El miedo es un instinto. Los instintos tienen por finalidad mantenernos alerta, por ejemplo, previniéndonos de un peligro. Pero esto no nos diferenciaría de un animal. La incertidumbre es una condición únicamente humana en la que un futuro desconocido nos atemoriza. La incertidumbre es necesario superarla, pero ¿y el miedo? No hacer caso al miedo puede hacerte terminar siendo devorado por un león.

Los primeros años mis pies se sintieron siempre sobre una ciudad terriblemente desacogedora. En ella no había apenas rastro de esas amplísimas avenidas que plagan el centro de mi ciudad de origen, en las que resulta una delicia pasear por sus nuevos y coloridos pavimentos; custodiado a un lado y a otro por frondosos jardines de aceitunados matices. Por supuesto, ni hablar de sitios tan maravilloso como el castillo o fuentes blancas, inmensos parques de naturaleza salvaje en plena urbe. Esta ciudad, ni tan siquiera  tenía una catedral terminada.
La capital en la que en aquellos momentos me asentaba sustituía en un alto porcentaje de calles el adoquinado por un feo y desvencijado asfalto fino que, supuse, era especial para transeúntes. Las calles se hacían en muchas ocasiones angostas e incómodas de pasear porque las aceras eran estrechas, apenas para dos o tres personas y el ruido y humo de los coches se agarraba de tu mano, acompañando latosamente tu caminar. El color de las calles se componía de una triste escala de grises, alejada del natural tono verdoso con el que los parques pueden regalar algo de naturalidad a una urbe. La tranquilidad de los habitantes de la ciudad de la que procedía,  en este lugar era inexistente; se dispersaba a lo largo y ancho de un ajetreo constante de personas y vehículos que iban y venían de un lado a otro a ritmos, para mí, frenéticos. En ese sentido la verdad es que la ciudad se notaba más viva; pero también el incremento del número de personas te hacía sentir más anónimo, menos en familia. Esa rara sensación de que tu presencia  tuviera menos valor en comparación con una localidad más pequeña. Era algo que había sentido cada vez que había estado en Madrid.

–Desde luego, es una contradicción, ¿No crees? –Interrumpió mis divagaciones con aquella pregunta.
Nos encontrábamos sentados en un banco de piedra blanca estratégicamente colocado en ese idílico lugar; un espectacular parque construido sobre la cima plana de una gran colina situada a las afueras de la ciudad. Estaba atardeciendo por lo que el Sol se disponía a recogerse, grafiteando gamberramente antes el cielo y las nubes de tonalidades púrpuras y carmesís.
Podíamos contemplar desde allí muchas partes de la ciudad. Un gran polígono se dejaba ver al fondo, con su disposición geométrica de fábricas y oficinas. Sus aceras con su alumbrado desaparecían con pereza por el horizonte. Más cerca de nosotros, una ancha avenida sesgaba de lado a lado el paisaje. Según la vista recorría la estampa de izquierda a derecha los edificios iban decreciendo: desde los grandes bloques de viviendas de la izquierda, más próximos al centro de la ciudad; hasta las pequeñas casas unifamiliares de más a la derecha que iban desapareciendo, dando paso a otras zonas sin habitar, algunas ocupadas por parcelas de cultivo.
Me volví para observarla. Ella siguió mirando al frente. Había quedado absorta por aquellas vistas y se empeñaba en estudiar cada milímetro de información que entraba por su retina. Yo sabía perfectamente que la encantaba ese lugar y mucho más en el momento del atardecer.
Unos segundos después finalmente pareció salir del trance. Movió su cabeza con delicadeza, arrastrando consigo un mínimo, sutil y delicado desplazamiento de pelo moreno. Intenté fotografiar con un pestañeo rápido esas décimas de segundo, tratando de grabarlos en mi memoria. Creí que con ese movimiento ella podría enamorar a cualquier chico que tuviera la suficiente sensibilidad como para percibir la divinidad de aquello.
Sus ojos quedaron frente a los míos y saboreé de nuevo la suerte de poder escudriñarlos. Bajo la superficial apariencia de unos simples ojos castaños se podía percibir una mujer risueña, rebosante de optimismo. Una mirada desnuda y transparente que dejaba claro que confiaría en ti siempre, pasara lo que pasara, por mucho que aquello significara correr un desaconsejado riesgo. Ella era lo suficientemente inteligente para saberlo, no era inocente. Su mirada también revelaba una chica con preocupaciones y temores que en muchos casos había sufrido y que en otros tiempos había luchado mediante la energía de su sonrisa contra la tristeza de su vida diaria. Y, sin embargo, nada la había conseguido cambiar. Ella seguía siendo así y así seguiría siendo toda su vida. Y, entre otras cosas, por eso la amaba.
–Definitivamente es una contradicción. Pero tú, en ti mismo, eres una contradicción. –soltó aquello de sopetón, antes de que tuviera la mínima posibilidad de contestar a su anterior reflexión.
La segunda parte de la frase me cogió desprevenido. No era una mala forma de definirme. Mi vida estaba llena de momentos en los que me di cuenta de no estar en lo cierto pensando lo que pensaba o haciendo lo que hacía. En muchas ocasiones tuve que cambiar, dar marcha atrás, admitir errores descomunales. Pero pocas veces la vida me dio segundas oportunidades. Generalmente, no me había perdonado ninguno de mis errores, se había limitado a enseñarme con la dura vara de lo irremediable.
Ciertamente las cosas habían cambiado mucho desde aquella lejana noche del mes de septiembre de 2007. Toda mi vida era radicalmente distinta. Terminó mi periodo en la residencia, acabó mi relación con mi primera novia, lejos quedó ese chico imberbe… Acabó también ese corazón inocente que tuvo que endurecerse con el paso de los desamores. Pero no le dejé hacerse más frío, le obligué a estar más en forma y a hacerse más inteligente; a ser más fuerte y más sabio.
–No sé –insistió–. Sigues habitando esta ciudad desapacible de la que siempre quisiste huir, fin de semana tras fin de semana, durante tus primeros años aquí; tomando este año la libre elección de quedarte. ¿Quién te entiende? –Y volvió  a mirar dirección al horizonte, como si preguntara directamente a la ciudad que se extendía bajo nuestros pies.
–Las ciudades tienen algo de humano –dije.
–¿De humano? –Se mostraba confundida. No era para menos. Me miraba estupefacta y con algo de burla. A lo mejor ya estaba pensando que se me había ido de las manos de nuevo y había divagado en exceso. Creo que en ese preciso momento tomó aquello por una soberana estupidez. Pero, como otras muchas veces, supongo que quiso seguirme la corriente. Sabía que en ocasiones anteriores eso había conllevado aprendizajes importantes.– Hombre pues han sido construidas por humanos, hechas y pensadas para la habitabilidad humana...
–No, no me refiero a eso exactamente.
–Entonces no sé lo que quieres decir. –Se tomó unos breves instantes, pensativa. Después se volvió bruscamente y preguntó– ¿Qué quieres decir? –Esta vez noté su natural impaciencia en el enérgico modo de formular la pregunta. Me hacía mucha gracia su impaciencia. Me encantaba.
–Lo que quiero decir, pequeña preguntona, es que la estructura y composición de una metrópolis tiene semejanzas verídicas con una persona de carne y hueso.
–Mmmm... claaaaro –me respondíó con un tonito vacilón.
Reí. Era un placer poder estar en aquel momento, en aquel lugar. Ella y yo.
–Verás, una metrópolis común; pongamos, una grande, se compone de miles de calles. ¿No es así?
Ella asintió con la cabeza.
–El cuerpo humano se compone de millones de arterias, que transportan de un lugar a otro las necesidades que una parte de nuestro cuerpo necesita, por muy alejadas que estén de nuestro corazón. El corazón es como la plaza mayor de nuestra metrópolis. A partir de él nos construimos. Todo el mundo ha ido alguna vez y conoce la plaza mayor de su ciudad, ¿No?
–Es el sitio más importante de todas las ciudades.
–En efecto. Digamos que todo gira alrededor de la plaza mayor. Incluso existen ciudades que dan al centro de las mismas un protagonismo superior con una configuración radiocéntrica; esto es, que todas sus calles parten del centro de la ciudad; como, por ejemplo, Vitoria o Pamplona. Las calles y avenidas, por lo tanto, se comportan como nuestras arterias. Gracias a ellas la metrópolis puede comunicar unos lugares con otros y nutrir de lo necesario cualquier parte de ella.
»También algo parecido ocurre en nuestro cerebro. Cada movimiento que damos, cada cosa que pensamos, no son más que un  montón de conexiones neuronales recibiendo pequeñísimas corrientes de energía que transmiten información por incontables e intrincadas autopistas. Cada avenida, cada calle de la ciudad, está llena de transeúntes que van y vienen e interactúan continuamente con la metrópolis. El conjunto de acciones de todos ellos, mirado desde un punto de vista global, cambia constantemente la apariencia y funcionamiento de la urbe. Y, sin duda, unos días esta funciona mejor que otras dependiendo de cómo encajen esas miles de millones de pequeñas interacciones. En las metrópolis estamos todos, sin quererlo, conectados. Una acción de una sola persona puede afectar al día de otras muchas que nada tienen que ver con la primera y que nada tienen que ver entre sí. Incluso, partes de la metrópolis funcionan mejor o peor que otras ó, simplemente, de modos distintos. Hay partes que se dedican a producir, otras partes se dedican a consumir… otras partes se dedican a destruir. Y algunas partes de la ciudad son gobernables y otras totalmente ingobernables como, por ejemplo, lo es un órgano involuntario.
Explicaba todo aquello con convencimiento. La comparación no se me estaba ocurriendo en ese preciso momento. Había llegado a ello hace tiempo, mientras daba un largo paseo a orillas del río y alcanzaba un lugar que tenía un significado especial para ambos. Pero esto ella no lo sabría nunca.
–Bueno... visto así, si que es verdad que una ciudad se parece al cuerpo humano –dijo, mostrándose de acuerdo–. Pero ¿qué tiene que ver esto con tus sentimientos, con tus sensaciones?
–Esa es la parte que más me gusta porque, es curioso cómo una persona puede tener una inmensidad de rincones interiores por descubrir. Algunos buenos y otros malos. Pero no dejamos de sorprender a quienes nos rodean por la complejidad que contenemos.
–Sobretodo tú. –Y acentuó esa mirada provocadora que tanto me gustaba mientras sonreía con complicidad, dejando al descubierto unos dientes perfectos que podían hipnotizarme toda la tarde.
Volví a reír. Pero me fastidiaba que lo supiese. Que supiese tan perfectamente cuán fácil era para ella hacerme pasarlo bien. Sé que disfrutaba con ello.
–La verdad es que los primeros años ya sabes que estuve a caballo entre dos ciudades. Viví huyendo, lo reconozco. Quería saber lo justo de este lugar. Pero luego todo cambió por la fuerza del destino. Acabar con mi primera novia me llevó a asentarme más aquí. Ya no volvía casi todos los fines de semana a casa. Las vueltas se alargaron y regresaba apenas una vez cada mes. En ese tiempo tuve la oportunidad de tener una mayor relación con personas que conocían bastante este lugar.
»Las apariencias a veces engañan y una persona siempre es mucho más que todo eso que muestra a simple vista. Mucha gente no nos gusta la primera vez que hablamos con ella. Algunos nos resultan insulsos, otros se alejan del prototipo de persona que buscamos tener cerca, otros realizan gestos o muecas que desaprobamos de buenas a primeras. Nos damos la libertad de llegar a una conclusión sobre alguien tras haberla conocido apenas unos días antes, cuando, en cambio, ninguno de nosotros admitiríamos jamás que nadie pueda ser capaz de conocernos si no dispone de meses, quizás años.
»Esta ciudad me pareció horrible al principio. Y todo fue una desacertada opinión fruto de mi desconocimiento. Poco a poco, aquellas gentes de las que te hablé al principio, y no me mires así porque sabes que tú eres una de ellas, me fueron mostrando rincones que de otra manera hubiera sido imposible que conociera. Gracias a ellas, gracias a ti – y me esforcé en regalarla mi mejor sonrisa– encontré esos rincones mágicos que toda ciudad tiene. Y que toda personalidad humana contiene. Tan solo tenemos que estar interesados en conocerlos. Te aseguro que cualquier persona en la que puedas pensar ahora mismo tiene rincones mágicos escondidos de los cuales la mayor parte están por descubrir. Esa persona creerá conocer unos pocos. Pero has de saber que la mayoría de rincones mágicos de nuestro interior, no sabemos que existen. Solo la persona adecuada, en el momento adecuado, será capaz de mostrárnoslos. Convivir con la persona adecuada toda una vida conllevará un continuo descubrimiento de tus rincones mágicos. Convivir con la inadecuada te hará morir sin desplegar ese abanico. Y no solo eso, sino que existen rincones normales de tu  interior que la persona idónea convertirá con facilidad en mágicos. O, más sencillamente, que para el o ella sean mágicos.
»Eso es la metrópolis personal. Esa ciudad compleja que habita en cada uno de nosotros y que en un principio puede mostrarse desapacible pero que con el paso del tiempo va llegando a nuestro corazón; con la que con el paso del tiempo vamos teniendo vivencias que nos van marcando para siempre y de la que siempre podemos quedarnos con rincones mágicos. Con el paso del tiempo vamos descubriendo más, vamos internándonos más en esa ciudad, perdiendo el miedo a investigar por nuestra cuenta y riesgo mayor número de recónditos lugares. Y esto nos lleva a poder ser capaces de transformar el significado de esa superficial fachada inicial que no nos gustaba por un sentimiento profundo lleno de cosas buenas y de momentos inolvidables.
–Bueno, eso es lo que cualquier que no fuese como tú de filosófico, llamaría ir cogiendo cariño a alguien. –Me miraba fijamente. Yo lo hacía a ratos para no desconcentrarme. La visión de aquel relajado atardecer me facilitaba expresarme con tranquilidad. En cambio, su mirada tenía el poderoso poder de bloquear mis ideas.
–Exacto. Yo, ahora mismo ya no puedo fijarme en que esta ciudad tenga calles estrechas e incómodas, tenga pocos parques o esté mal distribuida. Hoy día paseo por ella por esos sitios que he ido descubriendo y seleccionando. Me muevo por esos sitios que más me gustan y encuentro en cualquier lugar rincones mágicos rebosantes de recuerdos o sitios normales que imagino convirtiendo en mágicos. Lugares especiales donde intimé con una persona especial, otro donde sé que puedo desayunar atendido por una preciosa sonrisa, un edificio en el que aún sigo pudiendo escuchar carcajadas, un puente bajo el que viví el momento más de película de mi vida, un parque donde leer mientras los niños revolotean con el balón a mi alrededor, un bar con los mejores sofás y cafés del mundo, un campo de fútbol donde sentirte parte de algo importante… y así una lista enorme de cosas que han transformado esta ciudad en un lugar hermoso en el que me siento feliz.
–¿Qué me dices de ese ritmo frenético que mencionaste al principio? Eso no ha cambiado.
–Lo que cambió fue mi costumbre. Aquel ritmo pasó de ser estresante a hacerme sentir vivo cada día.
Su cara se iluminó de repente.
– Ala, ¿Y cual será mi metrópolis personal? –aquella pregunta la hizo esa niña que aún llevaba dentro.
Volví a reír como un tonto.
–Lo importante, lo realmente importante, es que te dejes descubrir. Que dejes que descubran tus rincones mágicos. Y que te entregues a encontrar los de las demás personas.
–¿Y si no tengo rincones mágicos?
–Claro que los tienes. Todo el mundo los tiene.
–Yo no sé cuales son... ¿Tú sabes cuales son los tuyos?
–No sabes cuales son porque no eres tú quien tiene que descubrirlos. Cada persona se quedará con uno distinto.
–Pero yo sé mis puntos fuertes, mis puntos débiles, mis defectos, o mis virtudes. Pero de ahí a que sean mágicos para alguien... pues no sé.
–Claro que son mágicos para alguien –Abrí los brazos intentando abarcar aquel inmenso paisaje. Después, la miré fijamente–. Hay gente que ama tus defectos.
–Y si ama mis defectos... también amará mis virtudes –y su cara dibujó la sonrisa de quien se da cuenta de algo maravilloso.
–Muchísimo más. Por eso tú no puedes apreciar esa magia. Porque esa magia depende de la sensación que esa virtud, defecto, punto fuerte o punto débil produzca en la otra persona. Llámalo como quieras. Yo quise llamarlo rincones mágicos.
–Puede ser. –Se mostró seria y pensativa por un momento. Quedamos en silencio por unos breves momentos y pude escuchar el canto de algún lejano pájaro y el sonido de la brisa chocando contra la maleza–. Pero también existe lo contrario. Cuando conoces una persona que en un principio te encanta y después poco a poco vas descubriendo rincones oscuros, desagradables...
–Desde luego, esa es la cara más amarga de esto que intento contarte. Pero ya sabes que prefiero siempre centrarme en lo positivo.
–Sí, lo sé. La verdad es que me gusta esta comparación que has hecho ¿eh? ¡Le felicito señorito! Es verdad que puede que siempre contengamos algo bueno con lo que poder quedarnos. Y puede que cojamos cariño a esa metrópolis personal de la que hablas a medida que vivimos momentos en ella. Pero, ¿sabes? No creo que esto sea aplicable al amor.
–Estoy de acuerdo, para mí tampoco es aplicable. Por lo menos no para lo que yo busco –dije–. Me gusta decir aquello de: cualquier buen pescado tiene sus espinas, pero todo el mundo las aparta. Sin embargo, para amar no podemos pretender buscar los rincones mágicos, ignorando partes de la ciudad que nunca querríamos pisar. Para amar y ser felices necesitamos que de la otra persona nos guste absolutamente todo. Aunque pueda parecer extraño, que nos guste hasta lo que no nos gusta. El buen amor es el que te permite pasear cómoda y felizmente por la totalidad de esa metrópolis personal.
–Lo sé. –Cogió mi mano y la entrelazó con sus dedos. La sentí buscando la protección de alguien que no la soltara jamás –. Me gusta tu comparación. ¿Y sabes? Creo que tu metrópolis personal se parece a una que existe desde hace mucho tiempo.
–¿Cuál? –lo pregunté a la vez que soltaba el aire con dificultad. Aquella mano me había metido en el abdomen una legión de mariposas alteradas.
–Mmmm… Yo diría que, sin duda, tu metrópolis personal es… –Lo pensó un poco para hacerme de rabiar y después susurró en mi oído–. Mi ciudad preferida.
No hacía falta que dijera el nombre porque lo sabía perfectamente. Estaba hablando de París.


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