Uno de mis ojos tuvo el coraje suficiente para salir del cascarón e impactar contra la cegadora luz verde que mi reloj digital irradiaba
sin delicadeza alguna, casi con enfadado, desde la mesita de noche. Podía tener razones para estar enfadado. Justo
a su lado ya estaba preparada la cajita dentro de la cual, en unas pocas horas, viajaría conmigo camino de un nuevo y desconocido emplazamiento...
Conseguí ver que eran las tres menos cuarto de la
madrugada. A esas horas mis esfuerzos por dormir tan sólo se habían traducido
en una cama totalmente deshecha. Las sábanas se estaban empezando a
pegar a mi cuerpo, tenía calor, mi piel sudaba y creo que la temperatura era
lo que menos tenía que ver con ello.
Mi cuerpo estaba tenso. Mi estómago estiraba sin compasión
un nudo que él mismo se había hecho sin yo tocar nada; como los nudos de los auriculares al sacarlos del bolsillo del pantalón.
Ocurría que una intensa mezcla de sensaciones recorría mi cuerpo.
Podía notar sus vibraciones dentro de mi pecho. Eran como pequeñas descargas
que no ocupaban un lugar concreto pero que se expandían por todo mi tren
superior, orbitando instantáneamente alrededor de mi corazón y consiguiendo de
esta manera alterar su habitual tranquilo ritmo nocturno. Esas infinitésimas descargas yo
sabía perfectamente que provenían de un sitio muy ligado a mis sentimientos
personales.
La tensión, la presión y el miedo se apoderaron de mí. Y entonces rompí a llorar.
En poco más de cinco horas, y siendo consciente de no
haber descansado lo suficiente, me encontraría a los mandos de un volante;
jugándome el tercer intento de aprobar el examen práctico de conducir que, si
suspendía, me obligaría a la renovación de los papeles de la autoescuela.
Después, tras este examen, mi vida cambiaría radicalmente su curso.
Inmediatamente después de realizarlo partiría rumbo a otra ciudad para quedarme
a vivir allí, para empezar de cero y por cuenta propia una nueva e incierta etapa de mi vida.
Atrás dejaría para siempre dieciocho años viviendo en mi
querida ciudad natal. Atrás quedarían miles de rincones que guardan millones de
momentos, desde la infancia hasta la edad adulta. Atrás quedarían mis padres,
atrás quedarían mis amigos de siempre, atrás quedaría mi amada novia y primera
persona con la que compartía mi vida. Atrás dejaría esa ciudad por la que tanto
me gustaba pasear junto a ella. Y atrás quedaría por supuesto mi casa, mi
salón, mi cocina y la habitación en la que había crecido. En definitiva, atrás
quedaría mi vida. Y por eso lloraba.
Lloraba
como hacía muchos años que no lo hacía y como según los cánones no debía llorar
alguien mayor de edad por mucho que acabara de cumplir los dieciocho años hacía
unos escasos cuatro meses.
En ese momento me acordé de mi padre. Él siempre me había hablado de la
mili, de cómo se habían hecho unos hombres entre disciplinadas actividades,
arrestos o duros días de gélidos inviernos. Seguramente él habría sido más
fuerte que yo y lo habría soportado todo de otra manera. Igual en ese momento envidié
su fortaleza. Pero sabía desde hacía mucho tiempo que yo era muy diferente a él en ciertos aspectos y en esas
circunstancias las diferencias se hacían aún más notables. Había un flan, recién
sacado de su molde, que temblaba vertiginosamente en mi interior.
El futuro se mostraba tras una densa neblina, después de
la cual se intuía una desacogedora residencia de estudiantes completamente
desconocida que me esperaba con una habitación de apenas quince metros
cuadrados en la que debería sacar una carrera por la que, eso sí, creía que
merecía la pena luchar. Pero una imponente carrera al fin y al cabo, totalmente
distinta de lo que hasta ahora había vivido en el colegio. Una carrera impartida
en una más que vieja facultad, llena en un principio de compañeros
anónimos, y situada en una ciudad bastante más grande, más autómata.
Distinta. Seguramente muy muy distinta.
Al menos las lágrimas cumplieron la función para las que
Alguien quiso crearlas. Puede que esa glándula que llaman lacrimal se
comporte muchas veces como el desagüe de una bañera en la que nos duchamos dejando el tapón puesto. En el momento en que quitamos el tapón, todo el agua
sucia que se ha acumulado escapa rápidamente por el sumidero, quedando sobre la
pila exactamente el mismo cuerpo que había antes de ducharnos. Pero tras ello nos sentimos diferentes, renovados, revitalizados. De vez en cuando, no es malo que lavemos de
esta forma nuestra alma cuando esta se ha impregnado de energías que nos están abrumando.Y en esa purificación me encontraba yo aquel
día. Noté cómo poco a poco esas lágrimas que escapaban entre sollozos iban
arrastrando las impurezas internas que alborotaban mi autoestima. Aquellas
gotas que ya empapaban mi almohada contenían una gran cantidad de perturbadora
energía interior que, claramente, me hacía sentir mejor a medida que salía.
Después, poco a poco el atronador ruido de la locomotora del tren del
pánico se perdió en la lejanía y mis ojos se cerraron. Me encomendé, sin
saberlo aquella noche, a la aventura más disparatada que jamás habría podido imaginar.
Hoy, han pasado más
de seis años desde aquel momento. Reconozco que todo comienzo o cambio en una
persona viene acompañado de incertidumbre, una sensación que a menudo confundimos
con el miedo. Sinceramente, pienso que miedo e incertidumbre son dos cosas parecidas
pero con matices distintos. El miedo es un instinto. Los instintos tienen por
finalidad mantenernos alerta, por ejemplo, previniéndonos de un peligro. Pero
esto no nos diferenciaría de un animal. La incertidumbre es una condición
únicamente humana en la que un futuro desconocido nos atemoriza. La
incertidumbre es necesario superarla, pero ¿y el miedo? No hacer caso al miedo puede hacerte terminar siendo devorado por un león.
Los primeros años mis pies se sintieron siempre
sobre una ciudad terriblemente desacogedora. En ella no había apenas rastro de
esas amplísimas avenidas que plagan el centro de mi ciudad de origen, en las
que resulta una delicia pasear por sus nuevos y coloridos pavimentos; custodiado a un lado y a otro por frondosos jardines de aceitunados matices. Por supuesto,
ni hablar de sitios tan maravilloso como el castillo o fuentes blancas,
inmensos parques de naturaleza salvaje en plena urbe. Esta ciudad, ni tan
siquiera tenía una catedral terminada.
La capital en la que en aquellos momentos me asentaba
sustituía en un alto porcentaje de calles el adoquinado por un feo y
desvencijado asfalto fino que, supuse, era especial para transeúntes. Las
calles se hacían en muchas ocasiones angostas e incómodas de pasear porque las
aceras eran estrechas, apenas para dos o tres personas y el
ruido y humo de los coches se agarraba de tu mano, acompañando latosamente tu
caminar. El color de las calles se componía de una triste escala de grises,
alejada del natural tono verdoso con el que los parques pueden regalar algo de
naturalidad a una urbe. La tranquilidad de los habitantes de la ciudad de la
que procedía, en este lugar era
inexistente; se dispersaba a lo largo y ancho de un ajetreo constante de
personas y vehículos que iban y venían de un lado a otro a ritmos, para mí,
frenéticos. En ese sentido la verdad es que la ciudad se notaba más viva; pero
también el incremento del número de personas te hacía sentir más anónimo, menos
en familia. Esa rara sensación de que tu presencia tuviera menos valor en comparación con una
localidad más pequeña. Era algo que había sentido cada vez que había estado en Madrid.
–Desde luego, es una contradicción, ¿No crees? –Interrumpió mis divagaciones con aquella pregunta.
Nos encontrábamos sentados en un banco de piedra blanca
estratégicamente colocado en ese idílico lugar; un espectacular parque
construido sobre la cima plana de una gran colina situada a las afueras de la ciudad. Estaba atardeciendo por lo que el Sol se
disponía a recogerse, grafiteando gamberramente antes el cielo y las nubes de
tonalidades púrpuras y carmesís.
Podíamos contemplar desde allí muchas partes de la ciudad.
Un gran polígono se dejaba ver al fondo, con su disposición geométrica de
fábricas y oficinas. Sus aceras con su alumbrado desaparecían con pereza por el
horizonte. Más cerca de nosotros, una ancha avenida sesgaba de lado a lado el
paisaje. Según la vista recorría la estampa de izquierda a derecha los
edificios iban decreciendo: desde los grandes bloques de viviendas de
la izquierda, más próximos al centro de la ciudad; hasta las pequeñas casas
unifamiliares de más a la derecha que iban desapareciendo, dando paso a otras zonas sin habitar, algunas ocupadas por parcelas de cultivo.
Me volví para observarla. Ella siguió mirando al frente. Había
quedado absorta por aquellas vistas y se empeñaba en estudiar cada milímetro de
información que entraba por su retina. Yo sabía perfectamente que la encantaba
ese lugar y mucho más en el momento del atardecer.
Unos segundos después finalmente pareció salir del trance.
Movió su cabeza con delicadeza, arrastrando consigo un mínimo, sutil y
delicado desplazamiento de pelo moreno. Intenté fotografiar con un pestañeo
rápido esas décimas de segundo, tratando de grabarlos en mi
memoria. Creí que con ese movimiento ella podría enamorar a cualquier chico que
tuviera la suficiente sensibilidad como para percibir la divinidad de aquello.
Sus ojos quedaron frente a los míos y saboreé de nuevo la suerte de poder escudriñarlos. Bajo la superficial
apariencia de unos simples ojos castaños se podía percibir una mujer risueña,
rebosante de optimismo. Una mirada desnuda y transparente que dejaba claro que confiaría
en ti siempre, pasara lo que pasara, por mucho que aquello significara correr
un desaconsejado riesgo. Ella era lo suficientemente inteligente para saberlo, no era inocente. Su mirada también revelaba una chica con preocupaciones y
temores que en muchos casos había sufrido y que en otros tiempos había luchado
mediante la energía de su sonrisa contra la tristeza de su vida diaria. Y, sin embargo, nada la había conseguido cambiar. Ella
seguía siendo así y así seguiría siendo toda su vida. Y, entre otras cosas, por
eso la amaba.
–Definitivamente es una contradicción. Pero tú, en ti mismo, eres una
contradicción. –soltó aquello de sopetón, antes de que tuviera la mínima posibilidad de contestar
a su anterior reflexión.
La segunda parte de la frase
me cogió desprevenido. No era una mala forma de definirme. Mi vida estaba llena
de momentos en los que me di cuenta de no estar en lo cierto pensando lo que
pensaba o haciendo lo que hacía. En muchas ocasiones tuve que cambiar, dar
marcha atrás, admitir errores descomunales. Pero pocas veces la vida me dio
segundas oportunidades. Generalmente, no me había perdonado ninguno de mis
errores, se había limitado a enseñarme con la dura vara de lo irremediable.
Ciertamente las cosas habían cambiado mucho desde
aquella lejana noche del mes de septiembre de 2007. Toda mi vida era
radicalmente distinta. Terminó mi periodo en la residencia, acabó mi relación
con mi primera novia, lejos quedó ese chico imberbe… Acabó también
ese corazón inocente que tuvo que endurecerse con el paso de los desamores.
Pero no le dejé hacerse más frío, le obligué a estar más en forma y a hacerse
más inteligente; a ser más fuerte y más sabio.
–No sé –insistió–. Sigues habitando esta
ciudad desapacible de la que siempre quisiste huir, fin de semana tras fin de
semana, durante tus primeros años aquí; tomando este año la libre elección de
quedarte. ¿Quién te entiende? –Y volvió a mirar dirección al horizonte, como si
preguntara directamente a la ciudad que se extendía bajo nuestros pies.
–Las
ciudades tienen algo de humano –dije.
–¿De humano? –Se mostraba confundida. No era para
menos. Me miraba estupefacta y con algo de burla. A lo mejor ya estaba pensando que se me había ido de las manos de nuevo y había divagado en exceso. Creo que en ese preciso momento tomó aquello por una soberana estupidez. Pero, como otras muchas veces, supongo que quiso seguirme la corriente. Sabía que en ocasiones anteriores eso había conllevado aprendizajes importantes.– Hombre pues han sido construidas por humanos, hechas y pensadas para
la habitabilidad humana...
–No, no me refiero a eso exactamente.
–Entonces no sé lo que quieres decir. –Se tomó unos breves instantes, pensativa. Después se volvió bruscamente y preguntó– ¿Qué quieres decir? –Esta vez noté su natural impaciencia en el enérgico modo de formular la
pregunta. Me hacía mucha gracia su impaciencia. Me encantaba.
–Lo que quiero decir, pequeña preguntona, es que la
estructura y composición de una metrópolis tiene semejanzas verídicas con una persona
de carne y hueso.
–Mmmm... claaaaro –me respondíó con un tonito vacilón.
Reí. Era un placer poder estar en aquel momento, en aquel
lugar. Ella y yo.
–Verás, una metrópolis común; pongamos, una grande, se
compone de miles de calles. ¿No es así?
Ella asintió con la cabeza.
–El cuerpo humano se compone de millones de arterias, que
transportan de un lugar a otro las necesidades que una parte de nuestro cuerpo
necesita, por muy alejadas que estén de nuestro corazón. El corazón es como la plaza mayor de nuestra metrópolis. A
partir de él nos construimos. Todo el mundo ha ido alguna vez y conoce la plaza
mayor de su ciudad, ¿No?
–Es el sitio más importante de todas las ciudades.
–En efecto. Digamos que todo gira alrededor de la plaza
mayor. Incluso existen ciudades que dan al centro de las mismas un protagonismo
superior con una configuración radiocéntrica; esto es, que todas sus calles
parten del centro de la ciudad; como, por ejemplo, Vitoria o Pamplona. Las calles y avenidas, por lo tanto, se comportan como
nuestras arterias. Gracias a ellas la metrópolis puede comunicar unos lugares
con otros y nutrir de lo necesario cualquier parte de ella.
»También algo parecido ocurre en nuestro cerebro. Cada
movimiento que damos, cada cosa que pensamos, no son más que un montón de conexiones neuronales recibiendo
pequeñísimas corrientes de energía que transmiten información por incontables e
intrincadas autopistas. Cada avenida, cada calle de la ciudad, está llena de
transeúntes que van y vienen e interactúan continuamente con la metrópolis. El
conjunto de acciones de todos ellos, mirado desde un punto de vista global,
cambia constantemente la apariencia y funcionamiento de la urbe. Y, sin duda,
unos días esta funciona mejor que otras dependiendo de cómo encajen esas miles
de millones de pequeñas interacciones. En las metrópolis estamos todos, sin quererlo, conectados.
Una acción de una sola persona puede afectar al día de otras muchas que nada
tienen que ver con la primera y que nada tienen que ver entre sí. Incluso, partes
de la metrópolis funcionan mejor o peor que otras ó, simplemente, de modos
distintos. Hay partes que se dedican a producir, otras partes se dedican a
consumir… otras partes se dedican a destruir. Y algunas partes de la ciudad son
gobernables y otras totalmente ingobernables como, por ejemplo, lo es un órgano
involuntario.
Explicaba todo aquello con convencimiento. La comparación
no se me estaba ocurriendo en ese preciso momento. Había llegado a ello hace tiempo, mientras daba un largo paseo a orillas del río y alcanzaba un
lugar que tenía un significado especial para ambos. Pero esto ella no lo sabría
nunca.
–Bueno... visto así, si que es verdad que una ciudad se
parece al cuerpo humano –dijo, mostrándose de acuerdo–. Pero ¿qué tiene que ver esto con tus
sentimientos, con tus sensaciones?
–Esa es la parte que más me gusta porque, es
curioso cómo una persona puede tener una inmensidad de rincones interiores por
descubrir. Algunos buenos y otros malos. Pero no dejamos de sorprender a
quienes nos rodean por la complejidad que contenemos.
–Sobretodo tú. –Y acentuó esa mirada provocadora que tanto me gustaba
mientras sonreía con complicidad, dejando al descubierto unos dientes perfectos
que podían hipnotizarme toda la tarde.
Volví a reír. Pero me fastidiaba que lo supiese. Que
supiese tan perfectamente cuán fácil era para ella hacerme pasarlo bien. Sé que
disfrutaba con ello.
–La verdad es que los primeros años ya sabes que estuve a
caballo entre dos ciudades. Viví huyendo, lo reconozco. Quería saber lo justo de
este lugar. Pero luego todo cambió por la fuerza del destino. Acabar con mi
primera novia me llevó a asentarme más aquí. Ya no volvía casi todos
los fines de semana a casa. Las vueltas se alargaron y regresaba apenas una vez
cada mes. En ese tiempo tuve la oportunidad de tener una mayor relación con
personas que conocían bastante este lugar.
»Las apariencias a veces engañan y una persona siempre es
mucho más que todo eso que muestra a simple vista. Mucha gente no nos gusta la
primera vez que hablamos con ella. Algunos nos resultan insulsos, otros se
alejan del prototipo de persona que buscamos tener cerca, otros realizan gestos
o muecas que desaprobamos de buenas a primeras. Nos damos la libertad de llegar a una conclusión sobre
alguien tras haberla conocido apenas unos días antes, cuando, en cambio,
ninguno de nosotros admitiríamos jamás que nadie pueda ser capaz de conocernos
si no dispone de meses, quizás años.
»Esta ciudad me pareció horrible al principio. Y todo fue una
desacertada opinión fruto de mi desconocimiento. Poco a poco, aquellas gentes
de las que te hablé al principio, y no me mires así porque sabes que tú eres
una de ellas, me fueron mostrando rincones que de otra manera hubiera sido
imposible que conociera. Gracias a ellas, gracias a ti – y me esforcé en
regalarla mi mejor sonrisa– encontré esos rincones mágicos que toda ciudad
tiene. Y que toda personalidad humana contiene. Tan solo tenemos
que estar interesados en conocerlos. Te aseguro que cualquier persona en la que
puedas pensar ahora mismo tiene rincones mágicos escondidos de los cuales la
mayor parte están por descubrir. Esa persona creerá conocer unos pocos. Pero has de saber que la mayoría de rincones mágicos de nuestro interior, no sabemos que existen. Solo la persona adecuada, en el momento adecuado, será
capaz de mostrárnoslos. Convivir con la persona adecuada toda una vida
conllevará un continuo descubrimiento de tus rincones mágicos. Convivir con la
inadecuada te hará morir sin desplegar ese abanico. Y no solo eso, sino que existen
rincones normales de tu interior que la
persona idónea convertirá con facilidad en mágicos. O, más sencillamente, que para el o ella sean mágicos.
»Eso es la metrópolis personal. Esa ciudad compleja que
habita en cada uno de nosotros y que en un principio puede mostrarse
desapacible pero que con el paso del tiempo va llegando a nuestro corazón; con
la que con el paso del tiempo vamos teniendo vivencias que nos van marcando para siempre y de la que
siempre podemos quedarnos con rincones mágicos. Con el paso del tiempo vamos descubriendo más, vamos internándonos más en esa ciudad, perdiendo el miedo a
investigar por nuestra cuenta y riesgo mayor número de recónditos lugares. Y esto nos
lleva a poder ser capaces de transformar el significado de esa superficial
fachada inicial que no nos gustaba por un sentimiento profundo lleno de cosas
buenas y de momentos inolvidables.
–Bueno, eso es lo que cualquier que no fuese como tú de filosófico, llamaría ir cogiendo cariño a alguien. –Me miraba fijamente. Yo lo hacía a ratos para no
desconcentrarme. La visión de aquel relajado atardecer me facilitaba expresarme
con tranquilidad. En cambio, su mirada tenía el poderoso poder de bloquear mis
ideas.
–Exacto. Yo, ahora mismo ya no puedo fijarme en que esta
ciudad tenga calles estrechas e incómodas, tenga pocos parques o esté mal
distribuida. Hoy día paseo por ella por esos sitios que he ido descubriendo y
seleccionando. Me muevo por esos sitios que más me gustan y encuentro en
cualquier lugar rincones mágicos rebosantes de recuerdos o sitios normales que imagino convirtiendo en mágicos. Lugares especiales donde intimé con una
persona especial, otro donde sé que
puedo desayunar atendido por una preciosa sonrisa, un edificio en el que aún
sigo pudiendo escuchar carcajadas, un puente bajo el que viví el momento más de película de mi vida, un parque
donde leer mientras los niños revolotean con el balón a mi alrededor, un bar
con los mejores sofás y cafés del mundo, un campo de fútbol donde sentirte
parte de algo importante… y así una lista enorme de cosas que han transformado
esta ciudad en un lugar hermoso en el que me siento feliz.
–¿Qué me dices de ese ritmo frenético que mencionaste al principio? Eso no ha cambiado.
– Ala, ¿Y cual será mi metrópolis personal? –aquella pregunta la hizo esa niña que aún llevaba dentro.
Volví a reír como un tonto.
–Lo importante, lo realmente importante, es que te dejes descubrir. Que dejes que descubran tus rincones mágicos. Y que te entregues a encontrar los de las demás personas.
–¿Y si no tengo rincones mágicos?
–Claro que los tienes. Todo el mundo los tiene.
–Yo no sé cuales son... ¿Tú sabes cuales son los tuyos?
–No sabes cuales son porque no eres tú quien tiene que descubrirlos. Cada persona se quedará con uno distinto.
–Pero yo sé mis puntos fuertes, mis puntos débiles, mis defectos, o mis virtudes. Pero de ahí a que sean mágicos para alguien... pues no sé.
–Claro que son mágicos para alguien –Abrí los brazos intentando abarcar aquel inmenso paisaje. Después, la miré fijamente–. Hay gente que ama tus defectos.
–Y si ama mis defectos... también amará mis virtudes –y su cara dibujó la sonrisa de quien se da cuenta de algo maravilloso.
–Muchísimo más. Por eso tú no puedes apreciar esa magia. Porque esa magia depende de la sensación que esa virtud, defecto, punto fuerte o punto débil produzca en la otra persona. Llámalo como quieras. Yo quise llamarlo rincones mágicos.
–Lo que cambió fue mi costumbre. Aquel ritmo pasó de ser estresante a hacerme sentir vivo cada día.
Su cara se iluminó de repente.– Ala, ¿Y cual será mi metrópolis personal? –aquella pregunta la hizo esa niña que aún llevaba dentro.
Volví a reír como un tonto.
–Lo importante, lo realmente importante, es que te dejes descubrir. Que dejes que descubran tus rincones mágicos. Y que te entregues a encontrar los de las demás personas.
–¿Y si no tengo rincones mágicos?
–Claro que los tienes. Todo el mundo los tiene.
–Yo no sé cuales son... ¿Tú sabes cuales son los tuyos?
–No sabes cuales son porque no eres tú quien tiene que descubrirlos. Cada persona se quedará con uno distinto.
–Pero yo sé mis puntos fuertes, mis puntos débiles, mis defectos, o mis virtudes. Pero de ahí a que sean mágicos para alguien... pues no sé.
–Claro que son mágicos para alguien –Abrí los brazos intentando abarcar aquel inmenso paisaje. Después, la miré fijamente–. Hay gente que ama tus defectos.
–Y si ama mis defectos... también amará mis virtudes –y su cara dibujó la sonrisa de quien se da cuenta de algo maravilloso.
–Muchísimo más. Por eso tú no puedes apreciar esa magia. Porque esa magia depende de la sensación que esa virtud, defecto, punto fuerte o punto débil produzca en la otra persona. Llámalo como quieras. Yo quise llamarlo rincones mágicos.
–Puede ser. –Se mostró seria y pensativa por un momento.
Quedamos en silencio por unos breves momentos y pude escuchar el canto de algún
lejano pájaro y el sonido de la brisa chocando contra la maleza–. Pero también existe lo contrario. Cuando conoces una persona que en un principio te
encanta y después poco a poco vas descubriendo rincones oscuros, desagradables...
–Desde luego, esa es la cara más amarga de esto que intento contarte. Pero ya sabes que prefiero siempre centrarme en lo positivo.
–Sí, lo sé. La verdad es que me gusta esta comparación que has hecho ¿eh? ¡Le felicito señorito! Es verdad que puede que siempre contengamos algo bueno con lo que poder quedarnos. Y puede que cojamos cariño a esa metrópolis personal de la que hablas a medida que vivimos momentos en ella. Pero, ¿sabes? No creo que esto sea aplicable al amor.
–Desde luego, esa es la cara más amarga de esto que intento contarte. Pero ya sabes que prefiero siempre centrarme en lo positivo.
–Sí, lo sé. La verdad es que me gusta esta comparación que has hecho ¿eh? ¡Le felicito señorito! Es verdad que puede que siempre contengamos algo bueno con lo que poder quedarnos. Y puede que cojamos cariño a esa metrópolis personal de la que hablas a medida que vivimos momentos en ella. Pero, ¿sabes? No creo que esto sea aplicable al amor.
–Estoy de acuerdo, para mí tampoco es aplicable. Por lo menos no para lo que yo busco –dije–. Me gusta decir aquello de: cualquier buen pescado
tiene sus espinas, pero todo el mundo las aparta. Sin embargo, para amar no
podemos pretender buscar los rincones mágicos, ignorando partes de la ciudad
que nunca querríamos pisar. Para amar y ser felices necesitamos que de la otra persona nos guste absolutamente todo. Aunque pueda
parecer extraño, que nos guste hasta lo que no nos gusta. El buen amor es
el que te permite pasear cómoda y felizmente por la totalidad de esa metrópolis
personal.
–Lo sé. –Cogió mi mano y la entrelazó con sus dedos.
La sentí buscando la protección de alguien que no la soltara jamás –. Me gusta tu comparación. ¿Y sabes? Creo que tu metrópolis personal se parece a una que existe
desde hace mucho tiempo.
–¿Cuál? –lo pregunté a la vez que soltaba el aire con
dificultad. Aquella mano me había metido en el abdomen una legión de mariposas
alteradas.
–Mmmm… Yo diría que, sin duda, tu metrópolis personal es… –Lo pensó un poco para hacerme de rabiar y después
susurró en mi oído–. Mi
ciudad preferida.
No hacía falta que dijera el nombre porque lo sabía perfectamente. Estaba hablando de París.
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